domingo, 4 de julio de 2010

LA NOCHE CON EL DEALER

LA NOCHE CON EL DEALER


“ los nombres de los personajes y algunas direcciones han sido cambiadas para resguardar la identidad de los involucrados en este texto “

Fernando Martínez es un hombre que puede pasar desapercibido para muchos de nosotros. Por la mañana, él asiste a una reconocida universidad de la ciudad de Bogotá, por la tarde, él se reúne con sus amigos o con su novia y, por la noche, él sale a tomarse unos tragos para compartir con otros amigos. Ellos no son realmente sus amigos sino sus clientes.

Viernes por la tarde... Fernando debe salir por un momento de su casa, para reunirse en la esquina con un desconocido. Éste llega en un Chevrolet Corsa Blanco que parece más un taxi de hotel. El desconocido le entrega a Fernando varias bolsitas Ziploc selladas que contienen gran cantidad de anfetaminas, perico y una que otra dosis de H. Uno no sabe cómo terminará la noche... –asegura Fernando–. El hombre regresa a su casa, hace varias llamadas de rutina para informar a sus clientes, pues él ya tiene varias mercancías y, como todo buen vendedor, sale a VENDER al instante.

18h,30 … Durante el lapso en que hemos estado en casa de Fernando, él ya ha esnifado cuatro líneas bastante cargadas de perico y dos whiskeys, para bajar el embale supuestamente. Y nos recuerda: pase lo que pase no hay que dar boleta ni en la calle, ni en el carro, ni en cualquier sitio. Este hombre, antes de salir de su casa, come un Chocorramo irónicamente, porque según él, le dan bajonazos de azúcar y tiene que cuidar su salud. Extrañamente, yo no me explico cómo Fernando hace para pasar por su garganta un Chocorramo después de cuatro líneas de perico.

Fernando tiene un mazda 626, modelo 95, regalo de su padre a cambio de terminar una carrera universitaria (cosa que aún está por hacer después de ocho años de vagar por diferentes universidades) en el cual salimos para vender sus mercancías. Minutos después recogemos a una mujer que aparenta ser su novia. Ella es bastante callada, le gustan las chaquetas de cuero y los jeans entubados. Fernando, una vez ingresa al carro, le da a guardar muy comedidamente todas las bolsitas Ziploc a su novia, pues la policía muy rara vez requisa a las mujeres, Una táctica bastante clásica, pero infalible. En pocos instantes estamos en un Stop & Go de la carrera séptima con calle setenta. Fernando pide otro Chocorramo, pero esta vez con una lata de coca cola. Él paga sus productos, se los da a su novia y se dirige al baño. Con un guiño nos hace entender que esnifará nuevamente.

Su novia, que por una extraña razón paso de ser bastante callada a emotivamente cariñosa conmigo, me pregunta acerca de mi vida y porqué le hago esta investigación a Fernando. Yo le respondo de manera instintiva, pero ella ya está en la caja comprando una botella de ron y pide dos vasos plásticos. No obstante, ella continúa la conversación. Le pregunto porqué no ha pedido otro vaso para Fernando. Pero ella responde muy callada y sorprendida: «Fernando no es mi novio; somos socios en esto».
En medio de una conversación bastante superficial, timbra de repente el celular de Fernando. Él contesta bastante reservado y frió; copia una dirección y dice con una gran sonrisa en la cara: esto se compuso…

Nos levantamos de la mesa pequeña donde estábamos, nos dirigimos hacia el carro, él le dice a su socia que le saque tres bolsitas Ziploc llenas de perico, no sin antes robarse un poquito de cada una, para esconderlo detrás de la manilla para abrir la ventana. Mientras vamos de camino al sitio de la entrega, le pregunto a Fernando sobre nuestro cliente. Él con una voz bastante grave y seria dice; «es un güevoncito de 18 años que apenas se está graduando; el chino es medio tonto y se las da de jonky pero… ¡Puff…que va! Ese es un babosito que todavía le ponen horario para entrar a la casa, igual es al que más le cobro por una bolsita».

Entre tanto, después de varios semáforos en verde, en la esquina pactada con Fernando y su primer cliente, se observa un grupo de tres niños que no aparentan más de diez y ocho años. Uno de ellos tiene puesta aún –extrañamente– la chaqueta de su colegio y su uniforme completo, lo que hace constatar la poca edad de estos consumidores. Otro de ellos se acerca con una mirada bastante nerviosa a la ventana del carro de Fernando. Éste de manera muy fría y tosca, le pregunta ¿qué quiere? El joven con un gran nerviosismo que emana de su boca y con un cigarrillo en una mano y un billete de cincuenta en la otra, le pide a Fernando una bolsa de perico. Fernando se la entrega y, después de darle la espalda y entregársela a uno de sus amigos, el joven decide pedir otra bolsita más.

Fernando, de manera muy natural y como si se encontrara en una plaza de mercado, le hace entender al chico que si compra una bolsita más, le deja cada una a treinta mil pesos. El joven nos da la espalda y después de una corta conversación con sus amigos, deciden comprar una tercera bolsa por el valor ofertado. Fernando sabe muy bien que cada bolsita no cuesta más de diez mil pesos, pero en palabras de él «estos chinos son muy pendejos».
Terminamos la transacción y, en cuestión de cinco minutos, Fernando obtuvo una ganancia superior al ciento por ciento sobre la inversión de las tres bolsitas. Se gira y con una gran sonrisa en la cara dice: «si la noche sigue así, nos tomamos una de wisquey cuando terminemos de trabajar».

Ya hemos dejado el recado al primer cliente. Fernando, con gran sonrisa, y su socia esperan que más les dé la noche. Mientras tanto, yo les hago preguntas sobre su pasado y sobres sus temores. Fernando estuvo cerca de la cárcel, irónicamente, cuando tenía 17 años porque lo pillaron bebiendo en un parque a la vuelta de su casa. «Recuerdo que mi papa llegó emputadísimo a la Estación de Policía, donde me tenían, y me dio una cachetada en frente de los polis y, me dijo: si te vuelvo a ver en esas, te mando a Bucaramanga con tus tías».

Mientras la conversación fluía, su socia abría la botella de ron que había comprado horas antes en un Stop & Go. Ella sirve un trago para mí y otro para sí; Fernando pasa de esta ronda porque conduce y prefiere evitar cualquier problema con la ley. Y mientras me cuentan su pasado, en cuestión de segundos el celular de Fernando y de su socia timbran de manera estrepitosa, como si éstos fueran un Call Center. Fernando recibe un mensaje de texto y su socia contesta una llamada. Por un lado, el mensaje de texto nos indica que nuestro próximo destino es Chapinero (costado nororiental de la ciudad); y, por el otro, la llamada nos remite a la calle ochenta y tres con carrera catorce.

Por tanto, Fernando decide ir primero a Chapinero, pues sabe que a este cliente no debe hacerlo esperar: «A este otro loco lo conocí en una universidad donde estudié; sabía que tenía plata y vivía más que bien. Iba siempre a la moda y rodeado de gente como de la farándula. Además le gustan los hombres; es el perfil perfecto de un buen consumidor moderno». Llegamos a un apartamento de un edificio nuevo en Chapinero, calle 63 arriba de la carrera séptima, en el cual Fernando y su socia pasan de ser unos vendedores de drogas arrogantes y pedantes a todas unas grandes personalidades del área. Todas las personas aglomeradas allí, los saludan con abrazos emotivos y besos. Hay muchos hombres y pocas mujeres; la música que suena de fondo, nos da a entender que la fiesta ya había iniciado horas antes.

Fernando se acerca a quien es el dueño aparente del apartamento. Habla un buen rato. Posteriormente, el dueño saca ciento veinte mil pesos de su bolsillo trasero en cuestión de segundos. Pero en esta ocasión cada bolsita ya no cuesta más de treinta mil pesos, sino que su precio se disminuye a veinticinco mil pesos: «este loco es uno de los clientes más fieles que tengo. Además, siempre que lo visito, me trata como si fuera su amigo y no un vil vendedor de pepas y perico». Con una sonrisa cada vez más grande que la anterior, Fernando, su socia y yo salimos del concurrido apartamento, no sin antes encontrarnos en el ascensor con dos mujeres muy atractivas que saludan a Fernando muy emocionadas, pues saben que su visita a cualquier sitio es sinónimo de fiesta.

21h,00… En cuestión de tres horas, Fernando ha hecho doscientos diez mil pesos; casi la mitad de un sueldo mínimo. Pero si le descontamos a esa cantidad de dinero el Chocorramo, la Coca-Cola y los treinta mil pesos que ha pagado por la gasolina, el hombre ha ganado ciento setenta mil pesos, libres. Nada mal para un trabajo de tres horas, ron y buena compañía.

Nuestro destino siguiente es la calle ochenta y tres con carrera catorce, de acuerdo con la llamada que recibió Fernando vía celular. Quedamos de encontrarnos con el comprador en la esquina de un concurrido club del sector. Pero en este caso, Fernando parquea su carro en un lugar cercano, saca toda su mercancía y nos lleva al sitio de reunión. Sus clientes pasan de ser de adolescentes y gays, a jóvenes universitarios de veintidós o veinticuatro años, según su apariencia. No son simples clientes, ellos son sus amigos de rumba. Fernando, su socia, cinco personas más y yo entramos a un concurrido club del sector, pues hay una conocida fiesta con un Dj famoso.

Fernando me compra la entrada al sitio y una cerveza. El sonido dentro del lugar es ensordecedor, pero de igual manera entramos al lugar. En cuestión de segundos hay detrás de Fernando y su novia tres o cuatro personas que los buscan desesperadamente para comprarles cosillas. Desde la distancia observo cómo se posiciona Fernando en una esquina del establecimiento y su socia en otra, con lo cual varias personas se les acercan y se van rápidamente de manera muy disimulada y discreta.

Obviamente la transacción es más rápida y menos hablada, cada uno sabe lo que quiere y Fernando lo tiene. Él no baila, su socia sí comparte con quien parece ser un conocido de ella y yo, mientras tanto, estoy parado en la barra observando esa masa humana que parece no dejar de bailar en toda la noche.

El tiempo transcurre y a lo tonto hemos estado casi una hora en ese club. Fernando se acerca a su socia y ambos se dirigen hacia mí. Me comentan que ya está muy lleno el lugar y la gente ya está muy frita. Por tanto, nos largamos de ese a otro club del sector. Salimos, caminamos dos o tres calles más hacia el norte de la ciudad y Fernando me compra de nuevo la entrada al lugar. Me pregunta si quiero algo más. Yo le respondo muy amablemente que estoy bien así, con lo cual se repite la rutina de esquina a esquina.

El target de sus clientes es bastante variado en este lugar; hay universitarios, adolescentes, personas muy adultas y muchas mujeres con vestidos, senos grandes y muchas operaciones en su rostro, acompañas obviamente de uno o dos hombres de quienes prefiero evitar los comentarios que genera su aspecto.
Minutos más tarde, Fernando se me acerca y me presenta ante sus amigos. Ellos parecen ser buenas personas, compartimos un buen rato con ellos.

Son estudiantes de una de las más prestigiosas universidades de Bogotá, y están en sexto y séptimo semestres; unos de arquitectura otros de artes y uno que otro de diseño industrial. Dos de ellos me comentan que han estado en centros de rehabilitación, pero éstos les han hecho más mal que bien: «es un mito eso de los centro de rehabilitación, pues son una mierda. Eso es como para chinos que quieren hacer show y decirles a sus amiguitos y novias de su pasado de malos y rebeldes. Las veces que entré, salí más vuelto mierda que cuando ingresé. Ahora no consumo nada y lo dejé gracias a mi novia»; comenta uno de los amigos de Fernando, quien está a punto de graduarse de diseñador industrial; vive solo con su novia y trabaja en una firma de diseñadores interiores.

De esta manera la noche transcurre con una gran satisfacción en el rostro de Fernando. Ya entrados en copas, él me confiesa que a su socia yo le parezco muy interesante, con lo cual esto me hace sonrojar un poco. Yo le comento que tengo pareja e hija, así que es mejor dejar los santos quietos. Tres horas más tarde salimos del último club; las hormonas esparcidas en el aire, el licor y las drogas hacen su efecto en Fernando, su socia, y, por supuesto, en mí. Además, se nos unen dos amigas y un tipo del cual prefiero evitar comentario alguno.

Aunque Fernando y su socia no quisieron divulgar la suma exacta captada durante esa noche de trabajo, yo asumo que Fernando tiene en su bolsillo mas de tres millones de pesos, de los cuales, la mayor parte le quedan libres para sus gastos personales, invitarnos a dos botellas de whiskey en su casa y, terminar completamente inconscientes a ritmos de 128 BPM, estridentes, incitantes y bastante acelerados.
De las seis personas con las que regresamos a casa de Fernando, dos están semidesnudas en la sala sin ningún pudor tocándose todo el cuerpo; una de las mujeres está inconsciente en el baño. Fernando ya está enclaustrado en su cuarto y, yo, me he quedado con su socia en la cocina, esperando a que amanezca con un vaso de whiskey en la mano y trato de recordar paso a paso lo que sucedió esta noche, para poder escribir estas líneas.

“ agradecimientos especiales, Ricardo Guantiva “

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